¿Por qué detestamos la música clásica moderna?
Traducción del artículo escrito por Alex Ross para The Guardian, acerca de la manera como nos relacionamos con la música moderna y contemporánea. Esperamos que disfruten el artículo.
Por: Alex Ross
Traducción al español: Nicolás Alexiades
Febrero 3, 2015
Lisa Saffer en la versión de la ópera Lulú de Alban Berg producida por la English National Opera. Foto: Tristram Kenton.
¿Por qué detestamos la música clásica moderna?
Al arte y la arquitectura de vanguardia se les adora, mientras que en la música nos aferramos al pasado. De algo nos estamos perdiendo.
Un
siglo ha corrido desde que Arnold
Schoenberg y sus discípulos, Alban Berg y Anton Webern, dieron
rienda suelta a sus recios acordes. Aun así, hoy son muchos los que, entre el
asiduo público de conciertos, siguen encontrando en la música clásica moderna
una propuesta poco atractiva. En la temporada pasada de la Filarmónica de Nueva
York [temporada 2008-2009], docenas de personas se salieron en plena
interpretación de las Tres piezas
para orquesta deBerg,
y más o menos la misma cantidad de gente abandonó el Carnegie Hall justo antes
de que la Filarmónica de Viena iniciara su interpretación de las Variaciones para orquesta de
Schoenberg.
Incluso
la más moderada de las expresiones musicales del siglo XX podría causar crujir
de dientes. Hasta la Serenata para tenor, corno y cuerdas de Benjamin
Britten, una partitura más o menos tonal en su forma, resultó no ser del
agrado de un caballero sentado justo detrás de mí, y cuando alguien del público
pronunció un “¡Bravo!”, él refunfuñó: “apuesto a que eso provino de una
planta”. Me aguanté las ganas de bofetearlo con mi partitura de bolsillo.
Este
comportamiento puede atribuirse en parte a los notorios malos hábitos de
algunos de los miembros del público de las artes en Nueva York, si bien el
problema se ha generalizado, cosa que cualquier gerente musical afín al
repertorio del siglo XX puede confirmar. Algunos de los asiduos visitantes de
los Proms sufrieron un traumatismo con el choque que les produjo la
ultra-violenta pieza Panic,
de Harrison Birtwistle, presentada en la Last Night of the Proms,
en 1995. Durante décadas, críticos, historiadores e incluso neurocientíficos
han estado pensando sobre por qué la así llamada música moderna parece dejar
perplejo al escucha promedio. Después de todo, los artistas más osados en otros
campos han encontrado una muy diferente acogida. El cuadro más caro jamás
pagado fue el arremolinado y abstracto No.
5, de Jackson Pollock (1948), que en 2006 se
vendió por US$140’000.000. Los magnates y emires codician las creaciones de los
arquitectos de vanguardia, y todos los 16 de junio el Ulises de James
Joyce continúa inspirando fiestas y brindis.
Otrora,
estos intocables de la cultura se vieron despreciados cual charlatanes, meros
mercaderes de “El Traje Nuevo del Emperador”, para citar una frase que es ya
lugar común entre el público menos afín. Justamente en este tenor se pronunció
despectivamente el New York Times respecto del Desnudo bajando la escalera, de Marcel
Duchamp, cuando apareció por primera vez en 1913. Similar fue la postura de
un crítico quien en 1946 dijo no poder distinguir entre un cuadro de Picasso y
el dibujo de un niño. Canción
de amor de J. Alfred Prufrock, de TS Eliot, apareció
citada por sus “banalidades incoherentes”. Hoy en día, si alguien en medio de
una velada se atreviera a decir que Pollock es un chiflado,
dejaría a todos con miradas de desconcierto. Pero si dijera lo mismo sobre John
Cage, tal vez se evitaría la discusión.
Proliferan
las explicaciones que incitan a resistirse al modernismo musical, y su
multiplicidad nos sugiere que, en realidad, ninguna propone la respuesta
definitiva. Una teoría esgrime que la tonalidad simple está codificada dentro
del cerebro humano. Diversos intentos por probarlo han arrojado resultados
ambiguos. Un par de estudios, por ejemplo, sugieren que los niños prefieren los
intervalos consonantes a los disonantes. No obstante, los niños escuchan música
tonal prácticamente desde el nacimiento, lo cual los ha condicionado a
aceptarla como “natural”. Además, investigaciones sobre las artes visuales han
demostrado que los niños prefieren las imágenes figurativas a las abstractas.
Las 327.000 personas que acudieron a la Tate Modern Gallery a
ver las sombrías obras tardías de Mark Rothko, en 2008 y 2009,
superaron esa propensión; lo mismo podría ocurrirle a la música.
También
hay una explicación sociológica para ello: debido a que, en un concierto, el
público se encuentra atrapado por un rato, sentado en las sillas, éste tiende a
rechazar más prontamente obras desconocidas que los visitantes de galerías,
quienes van andando libres y a su paso mientras se enfrentan a extrañas
imágenes. Pero si la forma como algo se nos presenta condicionara nuestra
respuesta, esperaríamos que el público de la danza, el teatro y el cine
mostrara la misma repugnancia frente a ideas nuevas.
La
relativa popularidad de George Balanchine, Samuel Beckett y Jean-Luc
Godard nos sugiere lo contrario. De hecho, resulta impactante que los
realizadores cinematográficos hayan usado tan frecuentemente justo el mismo
tipo de disonancias que el público de concierto encuentra tan enajenadas. 2001: Odisea
en el Espacio, de Stanley Kubrick, con
su alucinada banda sonora de György Ligeti, mesmerizó a millones de
personas a finales de los años 60; Shutter
Island (La isla siniestra), de Martin Scorsese,
con su música de Cage, Morton Feldman, Giacinto Scelsi y Ligeti,
fue recientemente todo un éxito en ventas. La partitura de Michael
Giacchino para la serie televisada Lost es una auténtica enciclopedia de
técnicas vanguardistas. Si el oído humano de verdad fuese instintivamente
hostil a la disonancia, éstas, junto con otras 1.000 producciones de Hollywood,
hubiesen fracasado.
Compositores: ¿les
va mejor muertos?
El
problema central, creo, no es ni psicológico ni sociológico, sino que los
compositores modernos han sido víctimas de una lenta cocción en las ascuas de
la indiferencia, fenómeno íntimamente ligado a la idolátrica relación de la
música clásica con el pasado. Incluso antes de 1900, la gente asistía a los
conciertos esperando ese masaje auditivo proveniente de los sonidos
encantadores del pasado. (“Las obras nuevas no tienen éxito en Leipzig”, dijo
un crítico sobre el estreno del Primer concierto para piano de Brahms, en
1859).
La
profesión de la música se ha focalizado en el pulimento obsesivo de un abanico
de obras maestras. Por los días cuando Schoenberg, Stravinsky y
demás presentaron un nuevo vocabulario de acordes y ritmos, el juego se tornó
en contra suya. Incluso los compositores que, en su época, se desgañitaron en
esfuerzos por incluir tonalidades del romanticismo, se toparon con el
escepticismo y, salvo medidas extremas, no pudieron sobreponerse a la
desventaja de estar vivos.
Los
museos y las galerías asumieron una aproximación muy diferente. En los Estados
Unidos, el Museo de Arte Moderno, el Instituto de Arte de Chicago y otras
insignes instituciones hicieron promoción en pro del arte moderno. Acaudalados
mecenas acogieron algunas de las obras nuevas más radicales, los negociantes de
arte rápidamente produjeron publicidad, y los críticos dieron un aire romántico
a Pollock y compañía etiquetándolos de héroes solitarios. Este
espíritu afianzó la idea de que los museos podían ser lugares de aventura
intelectual. En una reciente visita al MoMA (Museo de Arte Moderno de
Nueva York), me sentí impactado por un afiche colgado a la entrada: “Haga
parte de algo brillante, electrizante, radical, curioso, agudo,
conmovedor…revoltoso, visionario, dramático, actual, provocativo, atrevido…”.
Autopartes como
percusión
En la actualidad, ninguna de las
orquestas más prominentes podría o querría describirse a sí misma en los mismos
términos. No obstante, algunas organizaciones se están desplazando en esa
dirección. A principios de 1992, Esa-Pekka
Salonen le dio un atrevido perfil a la Filarmónica de Los
Ángeles, y actualmente está implementando el mismo modelo con la Philharmonia
de Londres. Multitudes de unos 1.000 jóvenes, incluso más, acuden a la serie MusicNOWde
la Sinfónica de Chicago, que astutamente ofrece gratis pizza y
cerveza. El Southbank Centre de Londres y el Barbican han atraído a multitudes
con sus veladas musicales de Edgard Varèse, Iannis
Xenakis, Luigi Nono yKarlheinz
Stockhausen.
Incluso
en Nueva York no se han perdido todas las esperanzas. Alan Gilbert,
director musical de la Filarmónica de Nueva York desde la
pasada temporada [temporada 2008-2009], tuvo un éxito rotundo con obras tan
efervescentes como Le Grand Macabre de
Ligeti, Amériques de
Varèse y Kraft de Magnus Lindberg,
esta última ofrecida al comienzo de la temporada. Los más veteranos escuchas
estaban perplejos viendo a aficionados de la Filarmónica vitoreando la pieza de
Lindberg, la cual difícilmente contiene un rastro siquiera de tonalidad y
solicita el uso de partes automotrices como percusión. Lo que marcó la
diferencia fue el don de Gilbert para hablarle al público y guiarlo a través de
este territorio inexplorado: en una mini-conferencia esbozó un plano de la
estructura de la obra, mostró algunos de sus momentos estelares, hizo chistes a
motu proprio y dejó a la gente con la sensación de que en realidad se estaban
perdiendo de lo que alguna vez optaron por ignorar.
Todas
las músicas son un gusto adquirido, y no hay música alguna que sea amada en
todas partes. Hace unos meses el blogger
Proper Discord destacó que el álbum éxito en ventas de
la semana en Estados Unidos –Teenage
Dream, un popurrí pop afinado con precisión- lo había adquirido tan
solo una de cada 1.600 personas. Es claro que algunos géneros gozan de mayor
popularidad que otros, pero aún así los gustos personales cambian de manera
dramática. Cuando joven, me encantaba el repertorio de los siglos XVIII y XIX,
y no me gustaba la música del siglo XX, ni clásica ni pop. Luego, una vez
reconocí la fuerza de la disonancia, fui avanzando de Schoenberg a Messiaen a
Xenakis, y siguiendo el camino del ruido, abordé el sonido post-punk de Sonic Youth. Algunos
de mis contemporáneos descubrieron la música clásica avanzando en la dirección
opuesta: no empezando con Mozart, sino con Steve Reich yArvo Pärt. Para
cultivar el público del futuro es necesario que las instituciones musicales
construyan más de esos puentes inesperados entre géneros diferentes.
Lo
que debe desaparecer es esa idea de que la música clásica es el camino
infalible hacia la apaciguadora belleza, una especie de spa para espíritus
cansados. Tal actitud socava no solamente a los compositores del siglo XX, sino
también a esos clásicos que afirma elogiar. Imaginemos la furia de Beethoven si
le hubieran contado que, un día, su música sonaría en estaciones de tren para
tranquilizar a pasajeros y espantar delincuentes. Un público que se acostumbra
a Berg y Ligeti encontrará igualmente nuevas dimensiones en Mozart y Beethoven,
cosa que les ocurrirá también a los intérpretes. Durante demasiado
tiempo hemos mantenido a los maestros del repertorio clásico en una cajita de
cristal. Ya es tiempo de liberarlos.
Obtenido
de: http://www.banrepcultural.org/blog/sala-de-conciertos-biblioteca-luis-ngel-arango/por-qu-detestamos-la-m-sica-cl-sica-moderna
Traducción
autorizada por el periódico The Guardian. Esta publicación se hace por
cortesía de Guardian News & Media Ltd.
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